1 de septiembre de 2010

Setecientos metros


Que unos mineros en el desierto chileno queden atrapados a setecientos metros de profundidad cabía dentro de lo posible. La minería es una actividad de alto riesgo; lo ha sido y lo será siempre. Las probabilidades de ocurrencia del accidente aumentaron por la inmoralidad y desidia de los dueños de la mina. Hasta aquí estamos en el plano de los condicionantes microsociales. Vayamos a los macrosociales: ¿cuanta voracidad es necesaria para desarrollar procesos económicos y tecnológicos que requieran desgarrar la tierra en esas profundidades? ¿cuanta ambición de riqueza es necesaria para hurgar las entrañas del desierto con esa saña ? Mucha, no cabe duda. Por eso no hay que analizar lo sucedido como un accidente o una anomalía. Ya sabemos que el horror está en lo cotidiano y lo cotidiano, es la megaindustria minera que como otras, se considera "normal" y, en países como Chile, goza de gran prestigio social por ser la base de su economía.

Los ingenieros señalan, ufanos, que "las estadísticas indican que mientras mayor es el nivel de desarrollo de un país, más elevado es su consumo de cobre. Los países más industrializados, con una población promedio de 1.100 millones de habitantes, tienen un consumo de 10 a 15 kilos de cobre por persona al año. Los países en vías de desarrollo, en cambio, con una población de 4.900 millones de personas, consumen en torno a 2 kilos de cobre por habitante al año" (Codelco-Chile). Por eso hay que seguir arañando la tierra y producir cada vez más. Lo que no dicen es que este recurso, como muchos otros, tiene los días contados y que el impacto ecológico de su extracción es enorme.

La anomalía no es el accidente sino el gigantismo productivo, el avasallamiento de la naturaleza, la arrogancia del capital insaciable. Los treinta y tres mineros son víctimas de unos empresarios inescrupulosos, evidentemente, pero también de una lógica económica perversa que ha identificado desarrollo con gigantismo; bienestar con abundancia material de objetos banales y premeditamente obsolescentes. Uno de los principales usos del cobre son los aparatos telefónicos móviles, es decir, una de las basuras más contaminantes que existen en la actualidad, pensados para una corta vida en el uso y larga en los basureros.

La megaindustria extractiva del cobre, así como la de otros minerales, es inviable ecológicamente. No es imprescindible para el desarrollo humano; lo es para una forma concreta de crecimiento económico despilfarrador, contaminante y violento con la naturaleza. Es una actividad que debe ser excluida de cualquier diseño decrecentista.


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